Capítulo 1 (continuación)

(…) La entrada en Blanca me produjo un cierto malestar. Patila era el amigo con quien quería contactar en la calle lateral de la iglesia de San Juan Evangelista, el templo parroquial cuya fachada principal preside la plaza mayor en el centro histórico (…)     veintidos años después, Patila seguía siendo Patila y en su defecto, el Sebas. Afortunadamente su madre notó algo raro que le hizo intuir mi llamada. Abrió y me dijo sencillamente:

–   Pasa, nene. Con chinicas no lo vas a despertar. Tienen que ser piedras y en la cabeza. Sube, es la primera puerta.

Patila estaba en decúbito supino con brazos en cruz y piernas en jarras. Roncaba, lo que le daba un hálito de inocencia… Mi propósito era que me sirviera de guía. Se suponía que yo estaba haciendo la ruta del oro (…)

(…) Según la leyenda, la sublevación antialmohade, encabezada por Ibn Hud al-Muttawakkil, se gestó en el castillo de al-Djujur o al-Sujayrat, el castillo de Ricote.


Fuente Foto:www.allyouneedinmurcia.com

Cuando éste cayó, los sublevados a través de los pasos de la Sierra de Ricote llegaron a la Sierra del Oro. Cuenta Al-Himyari que Ibn-Hud llegó con gran parte de las riquezas de la familia Banu Hud, la última dinastía del emirato murciano. Parece que los almohades no las encontraron, por lo que se supone que fueron enterradas en alguna de las pequeñas grutas que abundan bajo las grandes pinadas…

Edelmiro me habló de un texto de Ibn-Jap(b)ib que encontró en el Cairo. Hacía referencia a la represión almohade en el Valle de Ricote (Wâadâ Ricût). Me dijo que hablaba del paraje BenHud, entre los hins de Cieza y Abarán; se supone que hacía referencia al actual Menjú, donde Ibn-Hud estableció uno de los lugares destinados a “la búsqueda de Dios”. Había otras cosas que no me quiso explicar, pero que formaban parte de la fortuna de su hallazgo. En aquel momento lo interpreté como la fortuna del hallazgo del investigador, pero al conocer el interés extremo de la Compañía por Edelmiro, creo que la fortuna de que me habló no era puramente intelectual. Cuando vi que mi situación no tenía ya remedio llamé a su madre, a pesar de la recomendación de mi jefe, y me dijo que no sabía nada de él; pensaba volver a El Cairo y tenía que ir a Madrid, pero fíjate que mala suerte, me dijo, que a estas alturas tiene que cambiar de director de tesis porque el pobre profesor que se la dirigía había tenido un accidente de circulación y ha muerto. En ese momento decidí no alquilar coche alguno ni pedirlo prestado a los amigos. Mi única vía de escape era el río. Había practicado piragüismo con unos amigos, pero no tengo piragua, sólo una barca de pesca que me dejó mi tío, porque cuando murió no la había querido ninguno de mis primos. Algunas palabras de Edelmiro intuyo que forman parte de la información que me envió en el disket. Desgraciadamente el lenguaje poético que a veces usa deja muchas cosas en blanco que hacen oscuro el mensaje. No quiero desaparecer sin hacer ciertas comprobaciones para las que necesito a Patila. Aunque se levantó, vi que no coordinaba sus movimientos. Y qué decir de sus pensamientos. No comprendía por qué quería que me llevara al Salto de la Novia. Tampoco es que yo fuera muy explícito; no quería que sin comprender la gravedad del asunto cometiera una indiscreción que podía costarnos el objetivo o algo peor, la vida. Mi intención era salir de Blanca antes de que despuntara el día…

El Salto dela Novia es un impresionante estrecho del río Segura, en término de Ulea. Yo conocía algunas leyendas que el nombre sugiere, pero lo que me interesaba ahora eran las simas que las escarpaduras del lugar han generado, alguna tan honda que había arrastrado hacia ella la leyenda…

Tuvimos que cruzar a la margen derecha para alcanzar la cúspide del estrecho. El panorama no deja serena la mente, aquella profundidad la libera, es un vuelo virtual que acapara los sentidos y une los contrarios como un maldito oxímoron: impotencia y plenitud, decepción y entusiasmo, alegría y tristeza, esperanza y… esperanza (no quiero dar cabida a la probabilidad del fin). Sentí en las entrañas el vacío de la caída al mirar la terrible lejanía del inalcanzable lecho del río. Sentimos en la cara la fresca brisa que la claridad del día convoca. El silencio cayó sobre mis ojos como una mancha de sol ardiente, atenacé el brazo de Patila que, bromista impenitente, hacía aspavientos de lanzarse. Rompió a reír y su risa me hirió como un anatema de censura a mi sentido del humor. No sabía a qué agarrarme para no sentir la llamada del vacío. Son sensaciones nuevas que es preferible experimentar con un parapente a la espalda…. Me dirigía a Alicante. De allí era el apartado de correos que di a Félix… El capitán de un barco de carga de una compañía que utilizábamos con frecuencia accedió a llevarme; partía de madrugada…

Después de comer algo en kioscos callejeros y sestear tomando café en un viejo bar de la subida al Castillo, decidí acampar en un puticlub que no cerraba hasta pasadas las tres de la madrugada y los recursos a la intimidad de que disponía me permitían no exhibirme con desprecio por el destino…


Fuente Foto: www.absolutalicante.com/davidgarcia

–  Cariño, ¿has venido solo esta noche?

–  ¿Para qué voy a traer a nadie? Espero que tú seas mi escolta.

No conocía a la chica, pero era mucho mejor que las que había visto antes en aquel local de las afueras. Tampoco estaba mucho en lo que estaba, así que no pude relajarme lo bastante para abandonar mi convicción de que la sombra de la Compañía es alargada, variada, acomodaticia, subrepticia, sorprendente y perversa. No estaba seguro de la inocencia de la chica, pero no era habitual del Manhattan y eso me dio confianza, aunque momentos después se invirtió mi presentimiento. Pudo ser colocada allí como punto de control al arribo de un vulgar jovenzuelo de veintiocho o cuarenta años como yo. Decidí alargar una ficticia estancia en mis confesiones de alcoba, asegurarme una excepcional compañía en noches sucesivas o alternas, según me permitiera mi trabajo, que requería una fidelidad laboral (el trabajo es el trabajo). Así se lo pedí.

–   Si tienes conciencia de que estoy trabajando y que tengo que trabajar, a mí también me gustaría.

–   ¿Alcanza para reservarte para mí mañana noche? -le dije alargándole uno de los billetes de cien euros que me habían dado en la CAM. Sin mirarlo lo guardó en su bolso.

–  Soy toda tuya.

Prefería que creyera que iba a permanecer varios días en Alicante, que podría ser localizado cualquier noche en Manhattan. (Allí querría estar, en Nueva York). A eso de las tres y media recogí mi maleta de la consigna del puerto y me dirigí por el malecón hasta donde estaba fondeado el Nerea, el buque que iba a llevarme lejos. Según me comentó el capitán haríamos escala en Lisboa, Burdeos y Amberes, así que podía elegir destino. Al nombrarlos, me decidí por Burdeos aunque tuviera que remontar el estuario del Garona. Conocía las tres ciudades y no era por la posibilidad de seguir la ruta de los chateaux -la ruta del vino- que también; era especialmente porque yo hablaba francés y aunque en Bélgica es idioma cooficial, Amberes está en zona flamenca y los puñeteros flamencos simulan no conocerlo; aberraciones de los nacionalismos secesionistas.


Fuente Foto: www.laregion.es/larevista/amberes-hogar-rubens

Parece que fue la primera ciudad europea que montó un zoo con simulación del habitat natural de cada especie y que por la humedad, su catedral está construida sobre una capa de pieles de toro (quizá recuerdo de la dominación española en Flandes) y que las “blondadoras” o “bolilleras” (valgan las denominaciones) realizan sus encajes de bolillos de tertulia en las aceras y vestidas a la usanza del siglo XVII. Pero Burdeos… ¡ah! Burdeos, el toque napoleónico de sus monumentos y la proximidad de la Gironda con sus reminiscencias revolucionarias; la cuna de Charlotte Corday, que acabó con Marat, uno de los ideólogos de la Revolución, en su bañera (un encargo de los girondinos). Lisboa no contaba, estaba demasiado cerca. Fue allí (quizá por eso) donde pude consultar la prensa española a la mañana siguiente. Mi afán por buscar alusiones a la Compañía no me permitía leer con juicio crítico columnas que valoraban las últimas informaciones, de ahí que me saltara el valor político de un crimen cometido en la urbanización de La Florida, en la carretera de La Coruña, un poco antes de Las Rozas. Topé con él en la sección de sucesos de uno de los periódicos que había comprado. Me extrañó por la localización del suceso, una urbanización con servicio de seguridad permanente, control de entrada y ronda nocturna. Una urbanización en donde sólo grandes organizaciones delictivas han protagonizado los escasos allanamientos constatados en toda su existencia y en la que todos sus chalets cuentan con sofisticadas alarmas, si bien la frondosidad de los jardines particulares oculta posibles peligros. Iba a saltarme los detalles cuando el alma se me heló al leer el nombre de la víctima, que no figuraba en la cabecera. Se trataba de un empresario, Don Gilberto del Río, director de Interexport. No se sabían detalles porque como era lógico formaban parte del secreto del sumario; se aventuraba el móvil del robo, pero no su importancia y cuantía; y se silenciaba la crueldad del asesinato. No me hacía falta. Me sentí desamparado bajo la lluvia; la angustia trabó mi lengua y no pude expulsar el grito ahogado con el nombre del asesino. Los pies se me hundían en el barrizal de sangre que me rodeaba. Buscaba en aquella noche de sol brillante una endeble señal que alentara mi esperanza y no la pude encontrar. Tropezaba en mi camino con el bramante azul de un cielo baldío que me daba la espalda y me anulaba el tacto. Me agaché para recoger los periódicos y sólo pude asir habaneras lejanas que recorrían mi espalda. El ritmo pausado empujaba el sudor frío que adobaba mi espina dorsal; las palabras que me dirigían se me clavaban en las entrañas como una parte del comenzado suplicio que me asediaba. El piar de los pájaros copaba mi capacidad de oír y las ramas de los jardines y bosques de Cintra me habían inmovilizado paralizando el espectro de mi huida. El ruido del viento en mi cabeza me hinchaba el cerebro. Pensé en San Vicente de Paul por aquello que dijo:

“el ruido no hace bien, el bien no hace ruido”

Quería desmentir su boutade como si hacerlo fuera una tabla de salvación –“¡el mal no hace ruido!”-, pero la lógica me hundió. Ensordecido por el estruendo que todo lo agrandaba me estaba aislando en una burbuja de terror que rectificaba la anotación que figuraba en mi cartilla de reclutamiento –“el valor se le supone”-. Sé que no tendría suficiente para afrontar el vic punch fatídico que el poder en la sombra siempre tiene dispuesto y que sentía como una espada de Damocles. Yo no suponía nada, veía mis manos cuajadas de pétalos malolientes, mis piernas enraizadas en puestas de sol que se multiplicaban cerrando mi perspectiva, ocasos que sólo predecían noches y noches que no predecían amaneceres.   Cuando abrí los ojos, la luz del camarote del Nerea que me habían asignado estaba apagada; por el ojo de buey vi que la luna iluminaba la espuma del lado izquierdo del ondulado ángulo que hendía la superficie marina y tenía su vértice en la proa del Nerea. Nada había pasado. Para mí todo estaba por llegar.

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