Capítulo 3 (continuación)

Capítulo 3 (continuación).   Espero que Gaubert no esté implicado en este lío, porque me pareció entender que se había hecho calvinista y, aunque tienen que ver más con los evangelistas que con los hugonotes, una cierta afinidad reformista sí que los une. No lo conozco a fondo pero creo que Gaubert es incapaz de matar a nadie. No es capaz ni de propagar una crítica veraz que pueda doler a alguien. Las misas habían terminado y Nathalie y su tía no regresaban.

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Todavía tenía que ir al Bazacle, un puente cubierto que alberga un alargado mercado muy concurrido. Hay que ir con cuidado para evitar a los que en España llamamos ratas y se caracterizan por sus largas manos para las bolsas. Sé que se organiza una pequeña/gran algarabía entre los que quieren vender a gritos, los cantantes ambulantes y los saltimbanquis de cabra, oso o chimpancé. Es una zona difícil para entenderse, lo que es capital en las encuestas. Y aquí volvemos a hablar de capacidades económicas. El consumo y la producción tienen que encontrar un equilibrio. El desastre de la guerra había cambiado el panorama; no sólo por las bajas que sufren los ejércitos sino también por los efectos que los cañones, las bombardas y los saqueos producen en la sociedad civil. Ciudades, pueblos y aldeas que hayan sido base de operaciones, fortín o arsenal está expuesta a la devastación. Si la base no es del ejército vencedor en el campo de batalla hay que esperar lo peor. La exaltación del vencedor y su sed de venganza le hacen entrar a sangre y fuego; humillaciones, torturas, violaciones, degüellos sin la menor vacilación, todo abre las puertas al saqueo, la paga extra del soldado que verá cómo su zurrón pesa más que sus cartucheras. Situaciones que se repiten una y otra vez, que se vienen repitiendo desde hace treinta años en esta Europa a la deriva. La respuesta de la sociedad es la huida, la humillante situación del refugiado. Movimientos de masas sin otro propósito que el de salvar la vida, sobrevivir. Pasado el peligro, ¡qué digo pasado!, el peligro nunca pasa, apenas se amortigua, sólo ofrece otra cara. Pero las posibilidades de desarrollar la nueva vida que ofrece la tierra marcarán la importancia del núcleo de población en cada lugar; las carencias especificarán el desarrollo de la producción agrícola, la industria y el comercio sostenibles. Ahí, si no entendí mal, está mi cometido. Saber que el trabajo industrial no será una tara sino una carga que no caerá en saco roto. Es lo que los romanos refiriéndose a las minas llamaban prospectum y que aplicado al comercio podríamos denominar prospección de mercados. Me estaba obsesionando demasiado con Nathalie y no podía olvidar mi prospección, así que sumido en pensamientos más agradables inicié mi marcha hacia el Bazacle. En realidad esos pensamientos más agradables formaban parte de una prospección de mi vida íntima. Aunque el público del mercadillo no era el más idóneo para el precio que estaban adquiriendo los vinos de Burdeos, los días de mercado acudían forasteros, casi todos del área de influencia de Toulouse y algunos españoles. Lo peor era que también allí se estaban plantando viñedos y pretendían crear un mercado para sus vinos. No obstante los tolosanos no tienen la experiencia adquirida de los bordoleses ni el régimen de lluvias era el mismo doscientos kilómetros al interior. Iba a ser una competencia desigual. En el Bazacle sólo había dos assomoirs, dos tabernas algo rústicas que apenas podrían subsistir sin clientes fijos y que jamás podrían llegar a ser grandes negocios. No obstante decidí acercarme porque en próximos viajes tendría que ahondar en otros productos artesanales. Monsieur Bezons, el intendente de Burdeos se me quejó de que los comercios de Nerac y Clerac casi habían desaparecido y sin embargo nuestro store casi duplicaba sus ventas. A mi modo de ver se debe a que en un gran comercio, aparte de unos precios más competitivos, todo el mundo encuentra lo que busca o necesita y sobre todo nunca falta lo que se vende. Monsieur Bezons, el intendente de Rouen, me confesó que en Caudebec y Neuchâtel la manufactura de sombreros ha caído y está a punto de desaparecer a causa de la tremenda fuga de refugiados. Como yo le dije, las guerras siempre causan grandes movimientos migratorios. Entraba en el Bazacle cuando los ojos se me desorbitaron, mi corazón latió violentamente y mis codos me hicieron repetir constantemente el “pardon” de cortesía. A mí me sorprendía que nadie se soliviantara porque mi “pardon” no fuera una súplica para que me abrieran paso, sino una disculpa porque los codazos a diestro y siniestro eran órdenes ejecutadas quizá a su pesar. Aunque no fuera mi estilo, la urgencia me obligaba a no tener contemplaciones. Nathalie y, no sé si su tía, estaban a punto de abandonar el Bazacle por la puerta contraria del puente a la de mi entrada. Maldije la casualidad del día de mercado, pero mis perdones fueron lo bastante efectivos para no tener que correr más de cien metros a tumba abierta para alcanzarlas. Su tía había quedado con unos parientes y ahora acompañaba a Sylvie, su prima venida de Paris.

–   ¡Nathalie!, señorita, disculpe mi atrevimiento pero es la única persona que conozco en Toulouse, aunque no nos hayan presentado. Estoy muy alterado por las noticias que han llegado a mis oídos y me urgía hablar con usted.

–   ¿Se refiere al asesinato de Marc-Antoine Calas?

–   Exacto. Bueno, supongo. Anoche estuve esperando a mi amigo de Burdeos en el hotel y no apareció. He oído hablar de los hugonotes de Burdeos y de no sé cuantas barbaridades más. Es imposible que sea él el implicado, pero por nuestra procedencia estoy preocupado.

–   ¿Cómo se llama su amigo?

–   Lavaysse, Gaubert Lavaysse. He visto que se le ha alterado la mirada. ¿Es él?

–   Sí. Su padre es un famoso abogado de Toulouse y muy estimado en todos los círculos sociales, pero el hijo ha sido detenido con otros miembros de la familia Calas.

–   No puede ser. Tiene que haber un error. Ayer cuando llegamos fuimos al alojamiento, el hotel Les Pradettes y él marchó al campo para saludar a su padre. No cenamos juntos ni debía esperarlo porque no sabíamos qué decidirían. No creo que pudiera estar donde se cometió el crimen.

–   No sé si mi tía sabrá algo más. Si aún no sabe algo nuevo, lo sabrá más tarde porque su esposo era amigo de monsieur Lavaysse y tenían amigos comunes. Aunque quedó viuda conocía a muchas personas relacionadas con ellos, incluso al señor Lavaysse personalmente. Cuando llegue a casa diré a tía Claudine que Gaubert era el joven francés de los dos que compartieron la diligencia con nosotras.

–   Presente mis respetos a su señora tía. Me gustaría saber si podríamos vernos de nuevo, esta tarde o mañana para que me diga algo más de Gaubert. Me gustaría ver si puedo ayudarlo.

–   Puedo insinuar a mi tía que lo invite y podrá conocer las novedades de primera mano… Monsieur… monsieur…

–   ¡Oh! Arizmendi, Víctor Arizmendi.

–   Tiene usted apellido italiano.

–   No, no, es vasco y mi segundo apellido, Herce, en parte lo es también. Es un apellido de la Rioja alavesa. Pero no quiere decir nada, yo nací en Murcia, un lugar soleado del Levante español.

–  Si no hay inconveniente, le transmitiré la decisión de mi tía.

–   No me gustaría ser una molestia. Preferiría, si no le parece mal, un lugar más neutral. Podría invitarlas a usted, a madame Claudine y por supuesto a usted –dirigiéndome a Sylvie- a tomar un té, si su tía y ambas aceptan.

–   Algunos días Sylvie y yo tomamos el té en un café próximo a la capilla des Penitents Bleus, los Penitentes Azules.

–   Esta tarde a las cinco, ¿les parece?

–   Esta tarde es imposible. Mañana estará bien. Si encuentro la persona adecuada, recabaré la información que le interesa.

–   Tout d’accord. Mañana a las cinco. Quedo obligado y encantado de volverla a ver. No es una simple fórmula de cortesía sino un sentimiento.

Cuando dijo “À demain” volvió a ser para mí la misteriosa sonrisa de la Gioconda, un ángel encantado o una imagen virtual que se desvanece en un suspiro. Me parecía tan irreal lo ocurrido que empecé a no lamentar la desgracia de Gaubert. Creo que sin un hecho tan lamentable nuestro encuentro habría sido imposible. Pero tampoco podía afincarme en su desgracia, sobre todo sin conocer el resultado final. Con la ineptitud de la policía y los sagaces interrogatorios de los inquisidores no se podía esperar nada bueno. Una sagacidad a sangre, fuego, rueda, potro y picota desata cualquier lengua; su testimonio va a misa (si es católico el inquisidor, y si protestante, a los oficios). Y eso sin contar con las falacias que dejan mal parado a Dios, como la disputa sobre la predestinación del teólogo protestante François Gomar, que sostenía que Dios tenía predestinados a la mayoría de los hombres, desde antes del principio de la eternidad, a arder en el fuego eterno (lo de “antes del principio” es mío, no de Gomar). Esa predestinación infernal que en la protestante Holanda no debió pasar de una simple disputa teológica entre colegas –Gomar versus Arminius- acabó imponiendo la tesis de Gomar, como se deben hacer las cosas, con una persecución. Lo que ahora nos parece una tontería, en aquel entorno de furor dogmático de 1619 le costó la cabeza al Gran Pensionario, el Jefe del Ejecutivo holandés Barneveldt; según la acusación de Gomar, “por haber afligido todo lo posible a la Iglesia de Dios”. Y si no queremos salir de Francia, ¿qué deberíamos hacer con la Sorbona por aquella requisitoria que pedía la muerte en la hoguera para Juana de Arco, la Doncella de Orleans ?

También es verdad que la belicosa jovencita se permitió decir públicamente que Enrique III no tenía derecho a reinar y haber pedido la excomunión para Enrique IV. No sólo se tomaba demasiado en serio la religión, también la política. Empezaba a impacientarme por lo despacio que giraba la Tierra. Me sobraba todo el tiempo que faltaba para mañana a las cinco (léase 17 h.). Intentaría esforzarme para no apartar la atención de la prospección mercantil de mi informe y así ganar tiempo por si podía concertar otra cita con Nathalie o si era necesario hacer alguna gestión a favor de Gaubert. Quizá debería visitar a su padre; procuraré enterarme del horario de su despacho. No le importó esperarme hasta que yo acabé el trabajo que me había impuesto. Tenía que verlo antes de las cinco, de manera que a las tres me presenté en su despacho. Acababa de tomar un refrigerio el señor, así que estaba por completo a mi disposición.

–   Monsieur Lavaysse soy amigo de su hijo, aunque nuestra amistad es reciente y nuestro contacto breve; sólo las horas de viaje desde Burdeos, pero nuestra amistad ha surgido por habernos conocido en profundidad. En mi opinión Gaubert no es capaz de cometer un asesinato.

–   De eso también yo estoy convencido. Lo eduqué para que así fuera.

–   Estoy seguro de que ha sido su mano la que ha hecho armónica su formación, su personalidad. Por eso sé que comprenderá mi convicción sobre Gaubert; no sólo no es capaz de matar a nadie, sino que ni siquiera colaboraría en un hecho semejante con su silencio. He querido venir a verlo para ponerme a su disposición si cree que de alguna forma puedo ayudar a su defensa.

–   Le agradezco su opinión sobre mi hijo y su disposición.

–   No tiene que agradecerme nada; lo considero un deber.

-   ¿Sabe que mi hijo es calvinista?



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–   Sí. Claro. Cuando vimos que congeniábamos, él me lo confesó; yo le dije que era católico; lo de ser español no era necesario, el acento de mi francés lo denunciaba, era evidente. Quería preguntarle si se mantiene la acusación de sicario, de la que se habla. Es una barbaridad inaudita.

–   No se sabe nada. El asunto está en fase de instrucción y ni siquiera me han dejado verlo; ni como padre ni como abogado.

No se explayó en aclararme las injusticias de la justicia, las aberraciones del proceso judicial que él como abogado conocía bien, la cualificación anómala de los tribunales ni de la iniquidad de la mayor parte de sentencias. A pesar de mi deseo crítico guardó un silencio sepulcral sobre estos asuntos, ahora que le afectaban si no personal sí sentimentalmente. El silencio es a veces más expresivo que los gritos y dice más del carácter de una persona que las palabras que pronuncia. Yo no había presenciado los hechos ni conocía el domicilio de los Calas, de manera que no podía ser testigo, en todo caso imputado. Al hacer este razonamiento pensé que algo así debió pasarle a Gaubert. Fui a ver a su padre, supongo que así lo interpretaría él, para servir de testigo sobre la calidad humana de Gaubert. Podría emitir una opinión sobre su personalidad que, aunque no vinculante, era una opinión ajena a la familia y más objetiva por tanto, ya que tampoco me unían a él intereses económicos, políticos ni religiosos, sino una relación de amistad simple y clara. Aminoré la marcha porque aún faltaba más de una hora para mi cita con Nathalie y Sylvie, así que me pasó por la cabeza la posibilidad de realizar alguna encuesta en ese tiempo; pero no tenía la mente para encuestas. Ante una situación así se devalúan las contingencias puramente económicas y los diagnósticos dejan que desear. Era una verdadera pena que mi primer contacto con Nathalie estuviera envuelto en un drama humano tan grave, porque restaba creatividad a las palabras e impedía que aflorasen los sentimientos. Era una rémora que dejaba en segundo plano la ilusión que una relación abierta al amor me haría, hacía perder perspectiva a mi vida y el hedor putrefacto de una circunstancia tan injusta amortiguaría siempre cuanto de generoso alberga nuestro corazón. Impera el deseo de venganza en este mundo, no podemos sacudirnos la exaltación heroica de la maldad, como si la felicidad social residiera en conseguir una víctima para ejecutar sin que importe la verdad de su culpa. Qué difícil es cambiar eso cuando el dolor sin límite es lo que se estima como camino de la verdad. ¿Y aceptamos que esa iniquidad forme parte de nuestras vidas? Ya advertía Demóstenes que “el alma se amolda a las costumbres y se acaba por pensar como se vive”.

–   ¡Sylvie, Nathalie! Señoritas, tomen asiento. Es un placer para mí que me permitan sentarme con ustedes. Son como un bálsamo que me alivia el impacto que me ha producido lo que está ocurriendo. Acabo de toparme con unos manifestantes que pedían sangre. En mi opinión pretenden hacer un juicio paralelo e influir en el tribunal antes de que se reúna para sentenciar. Quieren significarse como la voz del pueblo, por aquello que decían los clásicos: “Vox populi Vox Dei”.

–     No había pensado en el propósito de esa agitación.

–   Porque no vives en París, querida –sentenció Sylvie-, tenemos altercados de estos a todas horas. No ha bastado que el pueblo llano tenga representación parlamentaria. Algunos oradores se han hecho famosos por lanzar diatribas contra el poder real y haber desenterrado derechos, según ellos, inalienables.

–   ¿Ina…qué?

–   In-a-lie-na-bles- Es una palabra que aprendí oyendo a Marat.

–   ¿Has estado en alguna sesión de los Estados Generales? -le pregunté.

–   No. Lo oí en las Tullerías.

Sculpture and statues in Garden of Tuileries. (Jardin des Tuileries) . Paris. France

–   ¿En el palacio? -preguntó intrigada Nathalie.

–   No, no, en una explanada de los Jardines.

–   ¿Y qué quiere decir esa palabra? -insistió. Yo le aclaré:

–   Alienum en latín significa ajeno. Inalienable por tanto significa imposible de enajenar, un derecho que no se puede quitar.

–   Parece mentira que la política haya podido salir a la calle. Es verdad que el privilegio real está siendo criticado por culpa de las guerras que han arruinado el país.

–  Ah, y otra cosa,-añadí- el Tercer Estado que representa al pueblo llano, no es tan llano como parece o se dice, representa sólo a la burguesía; el pueblo verdaderamente llano, como diría el Arcipreste de Hita, “de baxa e servil condición”, no está representado – y para mí pensé (si supieran que llegarán a verlo encarnado en las tricoteuses de la Asamblea Nacional, con voces que sólo gritan pero con un dedo gordo letal, se espantarían).

–   La chusma es iletrada y fácilmente manipulable, no puede tener en sus manos el destino de Francia.

–   No creo que importara mucho que hubiera un Cuarto Estado. Los Estados Generales los convoca el Rey cuando quiere y la última vez que fueron convocados creo que fue en 1614. Hace ciento cuarenta y ocho años. Eso significa que si un movimiento social venido de abajo alcanza su momento peligroso, se crearía el Cuarto Poder. Es decir, cambiar algo para que nada cambie. La sabiduría popular es sabia pero no práctica.

–   Pero la burguesía estuvo marginada hasta hace poco.

–   Es muy diferente. Los pensadores salen de ahí, de esa masa defensora de la Ilustración que ha tenido una educación básica y profunda en ciertos aspectos. El poder de las ideas es imparable. Algunos nobles y reyes lo saben o lo presienten sin darle otro valor que el de algo nefasto, ridículo o gracioso que quiere acabar con su estatus, así que no cabe más que eliminarlo o despreciarlo; como no intenten asimilar los cambios que la inteligencia propone, lo nefasto será su suerte.

–   Me dais miedo. ¿Tan peligrosa es la inteligencia? –preguntó Nathalie.

–   Lo peligroso es carecer de ella y peor aún estar sumido en la incultura. No saber lo que ocurrió y cómo se actuó con cada problema, te deja indefenso. Y si se encuentra en esa situación quien nos rige, estamos perdidos.

–   Yo creo que el pueblo sólo se moviliza por el hambre o la religión –sentenció Sylvie.

–   Sí, pero decía Cicerón que no había que creer en todo lo que se ve. O sólo en lo que se ve, añado yo. En la sociedad se da también eso que los marinos llaman mar de fondo, movimientos incontenibles que no están a la vista.

–   Si cuando hablas de la cultura te estás refiriendo a la escuela, son los curas los que la han llevado hasta los rincones más ocultos y lejanos, a toda la geografía. En los campos saben leer y escribir gracias a ellos.

–   Y no sólo eso. La cultura clásica se salvó, superando los siglos oscuros de la Edad Media gracias a los monasterios. Pero la religión arrastra el handicap del dogmatismo, que puede caer en la intolerancia.

–   No sé si es este el lugar más idóneo para hablar de estas cosas –subrayó Nathalie que conocía la radicalidad de los Penitentes Azules.

–   Tienes razón – le dije- he sido imprudente al aludir a los dogmas, teniendo en cuenta la situación que vivimos. Y hablando de situación, ¿sabes algo nuevo de Gaubert?

–   Gaubert se acercó a los fenaissier para alquilar un caballo o un carruaje, probablemente al dejar tu compañía. Lo quería para acercarse al campo a visitar a su padre, pero no había ninguno disponible ni se esperaba una devolución inminente. En esto estaban cuando apareció Marc-Antoine y su padre y como los dos jóvenes han sido compañeros de estudios en la Sorbona, se saludaron y el padre lo invitó a cenar. Los Calas son también muy conocidos por el comercio que tienen frente a la torre de los Jacobins (dominicos).

–   Lo que no entiendo es que una amistad que alcanza a la familia pueda interpretarse tan retorcidamente como para pensar que no era más que una tapadera para asestar el crimen. Inconcebible.

–   La gente piensa que Gaubert estaba en connivencia con la familia, una especie de conspiración para evitar la conversión de Marc-Antoine.

–   La conversión tiene sólo un motivo económico o profesional, como quieras; se debe no a una corrupción de su fe sino al cumplimiento del Edicto de Enrique IV, que no proclama simplemente la libertad de culto sino que los parlamentarios obligaron al Rey a que añadiera una condición, que toda profesión liberal redujera su campo a los católicos.

–   La violencia de las manifestaciones que se están produciendo hacen presagiar grandes males.

–   ¿Por qué lo dices?

– Mi tía los oyó gritar varias veces enfurecidos, mientras pasaban por delante de casa, “¡¡Acabemos con los calvinistas!!”. Temía que se dirigieran a casa de los Calas para lincharlos a todos.

–   Tiene razón tu tía. La rivalidad religiosa sigue a flor de piel. Los enfrentamientos parecen inevitables. Yo vi a un grupo de exaltados muy decididos que también se dirigían a casa de los Calas. Finalmente no pasó nada.

–   No podía pasar. Detuvieron a la familia entera junto a Gaubert la misma noche que se descubrió el cadáver. Gaubert formaba parte de la cuerda de presos. La casa está sola- terminó Nathalie bajando la voz, aún más tenue que el murmullo de secreto en que se estaba desarrollando la conversación.

–   Estaría la criada católica.

–   ¿Criada católica?- preguntó extrañada Sylvie.

–   Sí -le aclaré-. Es una situación producida por el mismo Edicto de Enrique IV. Los devotos de otras religiones cristianas podrán ejercer su culto en privado, pero su personal subalterno en los negocios o las labores de la casa tendrán que profesar la fe católica.

–   Esa criada servía a los Calas desde hacía catorce años y tenía en gran estima a toda la familia, no sólo porque a ella la trataran bien, sino porque todos le parecían gente de buen corazón- dijo Nathalie.

–   Supongo que el abogado Lavaysse habrá tomado nota para la defensa de su hijo. Me he puesto a su disposición, no como testigo del hecho que no presencié, sino para avalar el carácter bondadoso y alegre de Gaubert, incapaz de infringir daños a nadie y menos de asesinar.

–     Hay otra circunstancia importante, Marc-Antoine tiene un hermano, Louis, que pidió permiso a su padre para abrazar la religión católica, cuando marchó para establecerse en Rouen. Su padre no sólo le dio el permiso sino que le ha concedido una pensión de ayuda para que pueda alcanzar un modo de vida decente.

–   Es extraño que no intentara inculcarle los dogmas protestantes calvinistas, que me parece que es la fe de la familia.

–   También ocurrió con Lavaysse, aunque en sentido contrario. En esta región es frecuente. Cuando ocurrió la decisión de Gaubert, sus padres se disculparon ante mis tíos alegando un principio de indulgencia. Decían que los dogmas no se discuten, son axiomas; se aceptan y acatan o se renuncia a ellos. Su aceptación depende de su educación, su corazón, su alma y su cerebro.

–   Pues esa tolerancia se dará aquí porque en Ginebra, donde Gaubert decidió el cambio, si no han cambiado mucho las cosas, las creencias con sus matices y dogmas se inducían a sangre y fuego; precisamente en el estado inquisitorial instaurado por Calvino en esa ciudad.

–   Los calvinistas dicen que Calvino era todo bondad, que cuanto hizo lo hizo por el bien y la felicidad de los demás.

–   Si se pudiera hacer testificar a los muertos, podríamos preguntarle a Federico Servet, un hombre de ciencia español que se atrevió a contradecir, con estudios y métodos científicos, algunas de sus reformas. El tribunal que Calvino presidía y del que era al mismo tiempo acusador, lo condenó in absentia y lo quemó en esfinge. Cuando, pasado el tiempo, a Servet se le ocurrió regresar a Ginebra, fue apresado y quemado vivo, aunque lo hicieran por su felicidad.

–   ¡Qué horror!- exclamaron las primas.

–   Tengo entendido que les Penitents Blancs han erigido un túmulo para velar a Marc-Antoine como mártir. Piensan darle sepultura en su capilla y levantar un monumento que lo recuerde.

–   Yo también lo oí, pero creí que era una invención del que hablaba. Lo decía como si hubiera sido una decisión suya- aclaró Nathalie.

–   A mi me parece que esto va demasiado deprisa. Son capaces de pedir su beatificación sin estar seguros de que su conversión sea real. Son decisiones que han de influir en el tribunal que emitirá la sentencia. No sé cuando ni donde se reunirán los miembros, pero el clamor que está levantando este asunto puede despertar una ancestral costumbre ahora dormida. Si eso ocurre espero que no se cumpla la observación que Montesquieu hace en uno de sus escritos. Observa que todo pueblo defiende sus costumbres por encima de sus leyes.

–   ¿A qué costumbre se refiere?

–   A la costumbre que después de treinta años de guerra subyace en la conciencia de todo pueblo.

–   ¿Pero cual es?

–   Considerar que el mejor adversario es el adversario muerto y si es adversario de religión, con más razón.

–   Estás exagerando más de lo que crees.

– ¿Exagerando? Y me lo dices aquí, en Toulouse, donde se celebra la San Bartolomé, la fiesta más cruel de toda la cristiandad, que conmemora el degüello de cuatro mil conciudadanos vuestros, aunque fueran hugonotes.

–   Eran otros tiempos.

–   Por eso he hablado de resucitar la costumbre. Tengo que marchar mañana. Me habría gustado que volviéramos a vernos antes de mi partida, pero es imposible porque aún tengo que rematar el trabajo que me trajo a Toulouse.

–     ¿Te marchas definitivamente?, perdón, ¿se marcha…?

–   Me haría más feliz que no rectificase el tuteo. Cuando comienzan a alternarse los tratamientos entre amigos, ha llegado el momento del tratamiento más cercano. Si no os parece mal prefiero que nos hablemos de tú. Al menos entre nosotros.

–   Me parece bien.

–   Encantada. ¿Tu marcha es definitiva?

–   Ah, no. Vuelvo dentro de unos días, en cuanto el Consejo de mi empresa elabore un nuevo plan de trabajo.

La tarde estaba cayendo. El horizonte rojizo me pareció un mal presagio. Otra vez el tiempo corría demasiado de prisa. Necesitaba el tiempo para evitar el desgarro que me infringiría perder de súbito sus ojos. Pensé en el programa que debía seguir al día siguiente. Me queda visitar las dos grandes bodegas de vino tolosano antes de proponer a mi empresa interceder en intercambios posibles. Saldré del hotel con mi bolso de viaje y cuando acabe las visitas, al cruzar la plaza de la Daurade mi mirada se pegará en la ventana rosa en la que espero secuestrar unos ojos de pupilas verdes. Cuando doble la carpeta del último informe volveré a mirarlos fijamente y los obligaré a cerrarse con mis besos. No hemos hablado ni una palabra de sentimientos pero estoy seguro de que los míos, como dicen los touaregs, han sido más difíciles de ocultar que el humo o que un árabe estirado galopando sobre un camello. Y cuando le diga que la quiero, para ella seré redundante y tendré que contenerme para que la pesadez de la reiteración no le provoque el hastío. Me parece que tengo sus manos sujetas porque quieren alzarse, evadirse de la intemperie desolada de mi esperanza. Las tengo sujetas para que no me dejen bajo el sol ardiente de una soledad fría, para que cuando mire la negrura de mi destino vea la única claridad que podría dar una vuelta de tuerca a la senda infinita y peligrosa de mi vida.

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