En mi Segundo Día del Mañana – Ser de Abarán

En mi segundo día de mañana, oir hablar de medicina me erizaba el pelo. Me dijeron que me había pasado eso por ir a una operación antes de haber asistido a clase de disección; ya no era sólo el pelo, o sí era, pero si se le llama así a la flora intestinal; me ponía a punto de cambiar la peseta. Me decidí por Filología, dada mi pasión por la Literatura; mi madre, lectora empedernida (leyó las obras completas de Shakespeare de un tirón), se puso contenta además porque podría cursarla en la Universidad de Murcia (la “siete veces coronada y nunca bien barrida”, que escribió Pepe Orenes, pintor y poeta surrealista a la sazón; recuerdo uno de sus cadros titulado “Pasión elíptica de amor tetragonal”; la pasión estaba representada por un dedo que saltaba un ojo. Hoy han cambiado las cosas, pero en los primeros cincuenta, cuando paseábamos por Trapería o Platería los barrenderos nos barrían los pies al trasladar de zona polvo y desperdicios). Yo estaba ilusionado con Madrid, sin embargo me entristeció tener que dejar Murcia; lo pasábamos muy bien. Seguramente habría terminado allí si mi hermano no hubiera estado estudiando en Madrid, aunque, concedido mi traslado, él renunció a seguir preparando el ingreso que pretendía. Y aquí me tienen, solo ante el peligro, en una ciudad de millón y medio de habitantes, con un recortado complejo de pueblerino. Pero para qué voy a explicar nada si lo tengo escrito y publicado hace muchos años en la revista de feria de mi pueblo:

Ser de Abarán
Hubo un tiempo en el que escritores españoles fueron contratados por los grandes estudios de Hollywood para elaborar los textos de los doblajes en español de sus películas. Una de las escasas reuniones sociales a las que asistió Einstein, durante su larga estancia en Estados Unidos, fue una cena organizada por Charles Chaplin. Cuentan que Charlot, haciendo uso de su humorístico instinto, se le ocurrió juntar al genial físico con nuestro Miguel Mihura. Ante el asombro del resto de comensales españoles, Mihura sostuvo una animada conversación con Einstein, tanto en la cena como en la sobremesa. A la salida, Edgar Neville, que se encontraba entre los invitados, le preguntó:
– Pero bueno, ¿de qué has hablado toda la noche con el genio, si tú no sabes una palabra de física?
– Verás, cuando nos presentaron, yo le dije, mire usted señor Einstein, en este mundo todo es relativo. Y ya siguió él.
Sin recurrir a Einstein, sabemos que la importancia de las cosas es siempre relativa. La limitación del horizonte encoge la perspectiva y si la visión se nos queda reducida durante años a nuestro pequeño mundo, en ese minicosmos o microcosmos en el que se resuelven nuestros sentidos y al que se nos aferra la vida, nuestra conciencia puede desarrollar una valoración desmesurada de la importancia de la patria chica. Para mí ha sido siempre importante ser de Abarán, como lo era para Simón Abril ser de Albacete o para Mariano Povedano ser de “Villa Nueva de Perales, ahí, junto a Navalcarnero”. Por eso, cuando, acabada mi adolescencia, traspasé los límites de mi autonomía, región a la sazón, me sorprendió ver que algunos se vanagloriaran de su origen capitalino a costa de los que creían que procedíamos de un medio rural.
Un compañero de la primera pensión en la que estuve y al que acababa de conocer, confesó que no había oído hablar de Abarán en su vida. La contrariedad debió reflejarse en mi cara, porque, con una cierta sorna, añadió:
– Perdona, ¡eh!
– No te preocupes. No considero manchada la dignidad de mi pueblo. Mi cara de asombro se debe sólo a tus conocimientos de Geografía.
Tampoco creo que sea yo el único de mis paisanos que ha tenido que soportar la impertinencia de la frase:
“Ese pueblo no está en el mapa”
¡No está en el mapa! ¡No está en el mapa! Como si Abarán tuviera la culpa de que haya cartógrafos ineptos.
Para la Estadística, el índice demográfico calibra la importancia del núcleo urbano que estudia, pero esta apreciación deshumanizada desconoce la realidad del valor intrínseco de una localidad, que reside especialmente en la calidad humana de los hombres y mujeres que conforman la población. Y también en este punto, la visión del hombre y la mujer de la capital es superficial, yo diría elemental. Uno de mis primeros días en Madrid, conocí a una chica en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense, a la que me había trasladado desde Murcia para cursar la especialidad de Románicas, compañera y amiga a la que tuve que aclararle que Abarán era un pueblo de la provincia de Murcia. Muy divertida por el hecho, comentó:
– De pueblo. Entonces eres paleto.
– Depende del concepto de paleto. En mi pueblo consideramos paleto al que no ha estado en París. ¿Tú has estado en París?
– No.
No le aclaré que yo tampoco había estado. No me pareció relevante.
No es que yo sea tan poco objetivo que vea en el “abaranense”, como nos llamó Felipe Sassone en una conferencia, cualidades excelsas, alejadas de nuestra triste idiosincrasia. No estoy tan ciego como el Colorao, un abaranero dilettante de la creación dramática que, como Shakespeare, fue autor, telonero y actor. Por querer ver en nosotros cuanto de positivo puede predicarse de la persona humana, insertó este diálogo en una de sus tragedias:
– Eres más bueno que el pan.
– No ves que soy de Abarán.
Cualquiera que nos conozca podrá decir que el hombre de Abarán es emprendedor, juanlanas, jugador empedernido, trabajador, aventurero, correcaminos, metomentodo, pío, descarado, juerguista, ingenioso, zafio, redicho, misterioso o franco, pero bueno… Lo que no quita para que yo sí sea como reza la tragedia del Colorao.
Han pasado los años y para mí sigue siendo importante ser de Abarán. Quizá esa importancia tiene una dimensión más proporcionada, lejos ya del orgullo pueril que se potenciaba ante los ataques directos y frontales. He visto otros mundos –ahora sí he estado en París- y he aprendido a encarar las cosas desde puntos de vista variados, no monolíticos. Comencé a darme cuenta, por las reacciones de mis propios paisanos, que ese orgullo, no sé si instintivo, ya que lo he visto también en otros lugareños, nos sitúa siempre a la defensiva, pero hay ocasiones en que se desmorona al leve soplo de determinada circunstancia.
Es probable que todavía queden abaraneros que hayan conocido la pensión de Doña Petra, en la calle del Prado, un poco más arriba del Ateneo, la “Pensión repollo”, le decíamos, por el olor que inundaba la escalera. Quién haya vivido en ella recordará que más que una pensión madrileña perecía una tertulia de la Era. En aquellos gloriosos cincuenta, organizábamos interesantes excursiones teatrales a las que se solían adherir los eventuales visitantes de la capital, recién llegados de Abarán.
Nuestras parcas posibilidades económicas de estudiantes nos hacía buscar las ventajas de ese gran invento que ayudaba poderosamente al éxito escénico en las grandes urbes y que se conocía con el onomatopéyico nombre de “clac”. En cierta ocasión, un paisano, de cuyo nombre no quiero acordarme para evitar disgustos, quizá por inexperiencia o porque creía manchar la dignidad de su ya lustrosa calva, desertó de las ventajas económicas apuntadas y de las vistas maravillosas que se gozaban desde los aledaños del Paraíso del Teatro Alcázar, en donde nos situaban a los pseudoprofesionales del aplauso.
Nuestro amigo consiguió una butaca de segunda fila, lo que hizo más mella en nuestro pundonor de parias marginados, así que aquella separación se convirtió en rivalidad y cuando la obertura de la revista cesó, en esos segundos de silencio que median entre las últimas notas de música y las primeras palabras de diálogo, una voz atemperada y decidida salió de la penumbrosa altura de nuestras localidades:
– ¡¡El calvo de la segunda fila es de Abarán!!
Quizá por lo insólito de la exclamación no se produjo el siseo que habría sido la reacción lógica del público, sino que cientos de ojos en todo el teatro, incluidos los que giraban la cabeza por su situación, buscaron la calva de la segunda fila, que parecía querer desaparecer por entre los entresijos de la butaca. Entonces comprendí que había ocasiones en las que no era tan importante ser de Abarán.

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