La mujer en la realidad existencial y pánica de Arrabal (Cont.)

1 Realidad existencial

Desde la aparición de La cantante calva, esa antipieza y antiteatro, como la definió su autor, Eugène Ionesco, se da carta de naturaleza al existencialismo en su aspecto más agresivo, el absurdo. El absurdo era, fundamentalmente, una consecuencia de la falta de finalidad y trascendencia de la vida. Tomar conciencia de este hecho iba a producir la angustia vital. La difusión que Sartre y Simone de Beauvoir dieron al existencialismo al sacarlo de las aulas de la Sorbona y ubicarlo en la cuavas de Saint Germain de Près fue enorme. Con tal gesto daban a entender que el existencialismo no debía reducirse a una simple especulación filosófica, sino que debía abarcar una forma de vida. Desde el punto de vista estético, los problemas existenciales se incorporaron a las creaciones dramáticas y narrativas, sin eludir reiteraciones, expresiones tópicas, estereotipos, slogans o incongruencias racionales. Novelas como La náusea o piezas dramáticas como Los justos de Camus ponían de manifiesto la autenticidad de determinados problemas, pero adolecían, según Ionesco, de algo fundamental, que el absurdo sólo podía abordarse en términos absurdos.

Ionesco (1965, 149-150), con la creación de su primera obra, pone de manifiesto el deterioro que la verdad sufre en nuestra percepción de la realidad:

Mis personajes, mis buenos burgueses, los Martin sufrieron un ataque de amnesia: aunque viéndose, hablándose todos los día, no se reconocieron. Otras cosas alarmantes se produjeron: Los Smith nos informaban de la muerte de un tal Bobby Watson, imposible de identificar, pues nos informaban así mismo que las tres cuartas partes de los habitantes de la ciudad, hombres, mujeres, niños, gatos, ideólogos, se llamaban Bobby Watson…

La obra es suficientemente conocida. Esa crisis de la realidad que Ionesco confiesa o denuncia es la misma que Arrabal detectó y se deja traslucir en sus primeras obras. Cuando, después del estreno de Los hombres del triciclo, realizado por Dido, Pequeño Teatro, bajo la dirección de Josefina Sánchez Pedreño, preguntaron a Arrabal por la semejanza con algunas piezas de Beckett. Él refirió que esa pregunta se la habían hecho también, años tras, tras la lectura en el Ateneo de otra obra suya. Él creyó que se referían a Bécquer. Y, claro, no encontraba ninguna similitud.

La razón de esta confusión de Arrabal no demostraba su desconocimiento de la obra de Beckett, lo que era obvio, demostraba que la ideología y la estética de Beckett formaba parte de la Weltstruktur, la estructura del mundo en el que vivía y demostraba que el existencialismo había calado socialmente. En cuanto a la estética del absurdo, era fácil de aceptar, puesto que el teatro de humor más significativo de ante y postguerra se basaba en la dislocación estructural de la realidad, aunque, en general, sólo se limitase a aberraciones superficiales o aparentes que, finalmente, acababan por racionalizarse (Mihura, Jardiel).

1.1. En la clasificación que Ángel Berenguer (1979, 35 y ss.) hace de la obra dramática de Fernando Arrabal, Los dos verdugos está situada en el apartado a) Teatro de exilio y ceremonia (1952-1957). Berenguer da como características de este grupo de obras, la creación de universos cerrados en los que los personajes se mueven entre objetos degradados y utilizan un lenguaje infantil, al tiempo que experimentan reacciones incoherentes que no se corresponden con las esperadas dentro del mundo social en el que se supone que viven.

Francisca, la madre de Mauricio y Benito, el personaje femenino de Los dos verdugos, escapa un poco de la configuración que diseña Berenguer. Su lenguaje no cae sistemáticamente en la inconsecuencia infantil, aunque expresiones como el diminutivo de “Va a venir papaíto”, que dirige a sus hijos adultos, lo parezca. Se trata de un intento de homologar nuestras palabras al lenguaje de los niños, cuando nos dirigimos a ellos, lo que es frecuente en la vida cotidiana. Pero lo que sí configura el absurdo de la situación dramática con que se abre la obra es la actitud y las reacciones de los personajes. La indiferencia, por ejemplo, de los dos Verdugos ante la irrupción de Francisca, el ninguneo a que la someten, hasta que pronuncia la palabra “culpable”, referida a su marido. Como un resorte, esa palabra moviliza a los Verdugos, como instrumentos de la represión. Son personajes mudos, como Juan, el marido de Francisca y padre de Mauricio y Benito, del que sólo se escuchan quejidos, que salen de su boca sellada. Lo primero que sugiere el automatismo de los Verdugos es el establecimiento de la represión como sistema. Cualquier denuncia, con o sin fundamento, sitúa al individuo como culpable, mientras no se demuestre lo contrario, y aunque se demuestre, por lo que no importa que su boca esté sellada.

Esta situación absurda, puesto que carece de razón y finalidad, es lo que da ocasión al agón, el enfrentamiento dialéctico de Mauricio con su madre y su hermano, que, en realidad, constituye el corpus de la pieza..

1.2. La figura de Francisca es el eje de la acción. Arrabal ha confesado frecuentemente que, salvo algunos escarceos en otras lenguas, él escribe originariamente en español, porque es su lengua madre y la lengua en la que sus vivencias nutren y fijan su pensamiento, su imaginación y su sentir. No es de extrañar este hecho, ya que gran parte de su obra ha sido estudiada bajo la perspectiva de “Arrabal sobre Arrabal” (Moreau, 1979; Gille, 1970; etc.). Hay numerosos rasgos biográficos que han dejado huella en su producción.

Francisca es un personaje surgido de la experiencia personal de Fernando Arrabal. Las relaciones con su madre siempre fueron tensas. Circunstancias específicas de la relación entre sus padres, que fue descubriendo a lo largo de los años, contribuyeron también a que los enfrentamientos habituales se agravaran.

En una entrevista concedida a Ángel Berenguer (1979, 31-89), fechada en Saratoga Springs, 1976, relata con ciertos detalles esa relación materno-filial. Fernando es el rebelde de los hermanos. Cuando la residencia oficial se traslada a Madrid, en 1940, los tres hermanos conviven permanentemente con la madre. Parte de la guerra civil ella había trabajado en Burgos como secretaria del Gobierno Nacional, mientras que los hijos permanecieron con los abuelos en Ciudad Rodrigo.

Fernando ganó una beca para niños superdotados. Su madre lo matricula con los Escolapios de San Antón, hasta que, terminado 5º curso de Bachillerato y a la vista de las magníficas calificaciones en Matemáticas y Física, decide que siga la carrera militar. Con sus catorce años, en lugar de asistir a la Academia de preparación se iba al cine. Pronto se hizo especialista en “colarse”. Así se inicia su carrera de golfillo. Tenía un antecedente en su escapada infantil. Constituye un síntoma del enfrentamiento a dos bandas que su madre sostiene con él y con su padre.

Registrando en los armarios de su casa, Fernando encuentra unas cartas que invalidan la decisión de declarar muerto a su padre que Francisca había tomado, cuando, en realidad, lo único cierto era que había escapado del Hospital Psiquiátrico Militar de Burgos, una fría noche de enero del 42, durante una fuerte nevada y en pijama. Se le dio por desaparecido solamente. Era la segunda vez que su madre les anunciaba la supuesta muerte, por lo que les había cosido al traje una franja de crespón negro.

En su búsqueda, encontró unos sobres con algunas pesetas que su tía guardaba con destino a las misiones. Coge una peseta de cada sobre y se marcha a la verbena con su hermano Julio. Al regreso, Julio denuncia a su madre el sospechoso hecho de que Fernando tuviese dinero suficiente para montar hasta diez veces en el tío vivo. Su madre lo somete al tercer grado para que declare de dónde saca el dinero. Sólo se le ocurre decir que se lo da su padre, con el que se ve todos los domingos en la puerta del Casino Militar. Carmen, la madre, le notifica que el próximo domingo irá con él. El sábado Fernando no encuentra otra solución que hacer mutis. Decididamente, se marcha de casa. Va a los estudios CEA, pero están cerrados hasta el verano, así que su futuro como actor se frustra. Tras una semana de frío y penalidades, roba una bicicleta en Moncloa a unos niños ricos, pero el arriesgado hecho resulta inútil. Nadie en el Rastro se la compra, porque la suponen robada. Teme la paliza que va a recibir. Cuando llega a casa, su madre no le pega, lo conduce a la comisaría de la Corredera Alta, donde ha denunciado su escapada y, después, a confesarse con un cura de los Agustinos de la calle del Barco, con el que había hablado previamente.

No es de extrañar que cuando, posteriormente, se encontrase con el abandono tácito del futuro militar que había pensado para su hijo, se desesperara gritando: “¿Qué voy a hacer con este chico?”.

1.3. La configuración de fuerzas en el conflicto familiar, según estas declaraciones del propio Arrabal, parece coincidir con el planteamiento de Los dos verdugos. Aún teniendo en cuenta las advertencias de T.S. Eliot (1932) sobre la aplicación del método biográfico-psicológico y en especial la deformación que el propio autor introduce en los hechos, por fallos de memoria o visión partidista, hemos de reconocer que en la creación de esta pieza han pesado poderosamente las vivencias personales, aunque hayan desembocado en las exageraciones absurdas a las que hemos hecho referencia.

El personaje de Francisca es un estereotipo de la mujer que él adivina en su madre: rígida en su concepto de la ética, dominante al trazar el destino de los demás y manipuladora en su justificación. Alejada ideológicamente de su marido, parece comprender su detención y, decidida a ser tabla de salvación familiar, impone su parecer. Su enfrentamiento con el marido, en prisión, lo ha desquiciado hasta el extremo de verse forzado el Director de la prisión a escribirle rogándole que no intente visitarlo de nuevo. Arrabal justifica esta carta como gesto de corporativismo militar, razón por la que considera que su padre fue bien tratado tanto en la cárcel como en el hospital. Su evasión pudo ser un acto reflejo, inconsciente, que le costó la vida.

En su fuero interno, Arrabal debía considerar a su madre responsable, en gran medida, de la tortura psicológica que sufrió su padre, lo que explica la denuncia con que se inicia Los dos verdugos y la firmeza con que Francisca define sus convicciones, sin reparar en el daño moral que pueda infligir. Manifiesta un fondo sádico, oculto en el sarcasmo hipócrita de la bondad, la abnegación y el victimismo. Francisca muestra ese sadismo en el “entusiasmo histérico” con que anuncia su decisión de ponerle sal y vinagre a las heridas que el látigo ha producido en la espalda de Juan, su marido.

La situación dramática se desarrolla con las constantes reacciones paradójicas de Francisca. Siempre se exhibe como víctima del deber y la abnegación, que sus opositores -Mauricio y Juan- no comprenden. Su victimismo consigue el apoyo incondicional de Benito, que se enfrenta abiertamente a su hermano, por encima de toda razón.

La estética absurda descrita por Martin Esslin (1964), investida de un cierto realismo, se ha producido sin que en las acotaciones haya indicaciones sobre la indumentaria, el maquillaje o la interpretación de los actores, pero sí dirige la estructura del comportamiento de los personajes, que contrasta con la nomenclatura con que Arrabal los presenta. Si nos fijamos, el enfrentamiento de los dos hermanos está subrayado por sus nombres. Representan posiciones morales antagónicas, producto del engaño y la hipocresía. Benito (bendito < benedictum), el ángel bueno y Mauricio (mauri > moro)[1], el ángel malo. Pero la estética absurda resalta la ironía de la situación. El conflicto ha sido provocado por Francisca, cuya responsabilidad intenta transferirla a sus víctimas. Se trata de un comportamiento inicuo que ha pretendido una inversión de valores. No obstante, Arrabal vuelve a ser irónico y le da el seráfico nombre del «mínimo y dulce Francisco de Asís».

Francisca es un personaje de gran fuerza, decidida a alcanzar sus objetivos, aunque sea con esa máscara de victimismo y bondad. En cuanto a la nueva estética del absurdo, que deja en la oscuridad las razones de la situación, sin ningún atisbo de clarificación, sí que permite, al final, un deseo de integración, entendida ésta como la acomodación a un régimen irracional y sin sentido en el que supervivencia y felicidad se confunden, en el que valores como justicia, derecho, libertad o ética tienen carácter subversivo. Como un símbolo de integración, tras la muerte de su padre, Los dos verdugos se cierra con la imagen del abrazo de los tres miembros supervivientes de la familia.

Evidentemente, hay un paralelismo con alguna de las piezas de Ionesco. Benito, que como Berenguer de Rinoceronte, iba a quedar aislado, recibe, como el Jacobo de Jacobo o La sumisión, la presión familiar que lo empuja al conformismo. Su inconformismo se apaga y ambos personajes –Mauricio de Arrabal y Jacobo de Ionesco-  lo confirman con las últimas palabras que pronuncian antes de que caiga el telón:

MAURICIO: ¡Perdóname, mamá!

JACOBO: Me gustan las patatas con bacon.

2 Realidad pánica

En Las oscilaciones del gusto, Gillo Dorfles (1974, 110) asegura que hay una comunicación en el nivel inconsciente de la memoria humana que afecta al arte, que hace que ante la contextualización de algunas formas, éstas adquieren nuevos valores en contextos distintos, precisamente porque las formas, los símbolos transmitidos por el arte, los ritos y los mitos han dejado sus huellas en eso que Jung denomina “inconsciente colectivo”.

En cierto modo, tiene razón. Creamos a veces símbolos, seguros de su absoluta originalidad y, tras un detenido análisis, nos damos cuenta de que la única originalidad estriba en el cambio de contexto en el que han sido insertados.

Arrabal es un raudal creativo en el que se genera una nueva realidad que toma formas diversas y cuyo referente es difícil de determinar. En su análisis hay que tener presente una serie de relaciones asociativas que pueden distanciarnos de las ideas precisas del autor, pero que indudablemente enriquecen las obras.

Las novedades de una pieza breve, La primera comunión (4 hojas en la edición de Cátedra), dejan al descubierto una realidad subconsciente que las piezas dominadas por los criterios existencialistas mantienen soterrada. Aunque la publicación en La Brèche, la revista de Breton, bajo el título de La comunion solemnelle, no se produjo hasta 1964, debemos tener en cuenta que fue escrita en 1958, el mismo año de Los hombres del triciclo en el Bellas Artes de Madrid. Arrabal se movía en esa oscilación del gusto que hace cambiar los principios estéticos. Cuando en 1962, se reúne con Topor, Jodorowski y Stennberg en el Café de la Paix parisino y fundan el movimiento pánico, para, de alguna manera, soslayar la tiranía que Bretón ejercía sobre los círculos de escritores de vanguardia, las condiciones metodológicas de creación que se desprenden de los principios propuestos, no son un punto de partida, sino la fijación básica de los principios estéticos en los que se movían. No es de extrañar, pues, que La primera comunión haya quedado clasificada como una de las típicas piezas pánicas, ya que bastantes de sus características se desprenden de los principios acordados en aquella tertulia: concilia el absurdo con la crueldad y la ironía; opta por la ceremonia como forma artística; entiende el espacio escénico ceremonial como la superposición de espacios psicológicos y el tiempo se resuelve en la búsqueda de un presente total, en el que el antes y el después no son mas que anacronías (García Templado, 1994, 175).

La obra nos interesa por el tratamiento y la formación de la mujer que Arrabal intuye. Pero, sobre todo, porque da luz sobre ciertos comportamientos y acaba pareciendo una justificación de la conducta de Francisca la madre de Los dos verdugos. No se trata de una relación directa, sino de apreciar su conducta como una consecuencia de la educación recibida, basada en un fundamentalismo pseudoreligioso, de consecuencias sociales alarmantes.

2.1. Bernard Gille (1970) matizó las diferencias apreciables entre las piezas de la corriente absurda y las del movimiento pánico. Aprecia en las primeras la coexistencia de realidad y pesadilla, mientras en las segundas aprecia fusión de realidad y pesadilla. No sé si esta matización es fácil de apreciar, pero me parece indudable que en La primera comunión, la realidad creada o sentida por Arrabal incluye la manifestación subconsciente. Para comprenderlo, veamos una pequeña síntesis de la trama:

En primer plano, vemos la ceremonia de investidura del traje de primera comunión que la Abuela impone a la Niña. Durante la ceremonia de investidura, la Abuela alecciona a la Niña sobre los deberes de la mujer casada. En contraste con el título de la pieza, sólo al principio y al final de su aleccionamiento hace referencia a la significación de la “Primera Comunión”. Otra acción, que interfiere cuatro veces la investidura, se desarrolla paralelamente.  Dos Hombres que portan una Mujer Muerta en un ataúd, huyen del Necrófilo. Éste, finalmente, los alcanza y los Dos Hombres abandonan el ataúd. Ritualmente, El Necrófilo se desprende de su vestimenta, que entrega prenda a prenda a la Abuela, y cohabita con la Mujer Muerta. Tras contemplarlos un momento, Abuela y Niña hacen mutis. La Niña vuelve vestida de blanco con un cuchillo en la mano. Observa durante un momento el ataúd y apuñala reiteradas veces a sus ocupantes. Cuando se vuelve, el vestido blanco está manchado de sangre y ella comienza a reír, mientras globos rojos salen del ataúd y suben a la Luna.

Toda la crítica ha identificado estas dos acciones paralelas con los planos consciente e inconsciente de un mismo proceso psíquico. El primer plano lo constituye el proceso de formación de la Niña y la investidura ceremonial del traje de comunión. El segundo, la secuencia del Necrófilo, una creación del subconsciente, motivada por el trauma psicológico que la represión sexual y social que la mujer sufre. Ambas situaciones no sólo se alternan e interfieren, sino que, finalmente, al participar la Niña, se funden.

Los signos y símbolos que enriquecen la obra, matizan el componente semántico; sin embargo, las posibilidades interpretativas se amplían. En otro lugar he analizado algunos de estos signos –gestos, objetos, fenómenos naturales, expresiones lingüísticas- en su perspectiva simbólica (García Templado, 1994). No lo voy a repetir. Simplemente advierto que unos mismos signos pueden apoyar interpretaciones distintas. Su interpretación responde a códigos débiles. Es posible que, originariamente, alguno de esos símbolos tuviese un valor discursivo preciso, pero, como dice Dorfles (1974, 106): “Signos e imágenes, cuyo valor simbólico se ha perdido hace tiempo, continúan usándose, incluso con fines decorativos, ornamentales, jocosos, y conservan a pesar de todo una eficacia artística indiscutible”.

En el desenlace de la pieza, surgen una serie de estos símbolos verdaderamente fulgurantes, que han provocado e impulsado al lector a buscarles explicación. Y digo lector, porque en el ensamblaje realizado por Víctor García, bajo el título de El cementerio de automóviles, en el que incluía La primera comunión, suprimió la secuencia del Necrófilo[2]. Recordemos que la obra se resuelve con el ascenso a la Luna de globos rojos. Todos los comentaristas coinciden, o coincidimos, en que los globos representan las obsesiones de las que la Niña se ha liberado con el sacrificio. El número de globos no se especifica. De ser dos, podrían haber representado las almas del Necrófilo y la Mujer Muerta, ya que el alma se ha identificado con formas esféricas y una tradición mítica griega imponía su purificación en la Luna, antes de entrar en el Olimpo.

2.2. Las interpretaciones que ha suscitado este pequeño drama, ponen al descubierto lo apasionante del planteamiento del problema que hace Arrabal. En realidad, se trata de denunciar la educación de la mujer, apoyada en una tradición pseudorreligiosa, con efectos en la formación anómala de su personalidad. No sólo ha hecho caer sobre ella el anatema sobre cualquier atisbo de liberación, de ser fiel a sí misma, sino que la represión ha despertado en su subconsciente unas desviaciones sexuales o sadomasoquistas, que no siempre puede reprimir.

Casi todas las interpretaciones asumen que el apuñalamiento del Necrófilo constituye una acción catártica que libera a la Niña de las obsesiones. Yo aceptaba esta interpretación para añadir las consecuencias que el hecho acarreaba. La liberación subconsciente de las obsesiones permite a la mujer (la Niña) aceptar el status quo social en el que vive. Pero en ese ámbito social machista no se interrumpe el adoctrinamiento, la sumisión, las inhibiciones y, por tanto, la generación de nuevas obsesiones, como un perpetuum mobile, un movimiento cíclico que acreditará la misma situación social de la mujer, paradójicamente, inmóvil.

Daetwyler (1975), siguiendo la teoría freudiana, identifica el atúd con el órgano genital de la Niña y el apuñalamiento con el acto sexual, al tiempo que la Mujer Muerta la supone un trasunto de la propia Niña. Torres Monreal (1985), con la misma teoría freudiana, completa la interpretación al ver en el cuchillo un símbolo fálico. Asume, digo yo, la iniciativa en la represión subconsciente, un papel reservado al hombre en la vida social y una forma de incorporarse al principio activo (masculino), que los chinos denominan Yang, frente al Ying, principio pasivo (femenino). En una polarización, también arraigada en la tradición hindú y hebrea.

Es interesante, así mismo, la interpretación de Peter Podol (1978). Sigue la teoría de Gloria Orenstein (1975) sobre la condensación del tiempo  en el sueño. Esta idea le permite considerar Abuela y Niña un desdoblamiento de una misma personalidad en dos fases de su vida, adolescencia y senectud. La Abuela arrastra las mismas desviaciones psicológicas que se generaron en su adolescencia, aunque la experiencia le haya clarificado alguno de los objetivos que la educación le impuso.

3 A manera de justificación / explicación / aclaración…

Es probable que la creación de La primera comunión no tuviera una consciente vinculación con la de Los dos verdugos. Debemos, sin embargo considerar que Fernando Arrabal fue un niño sensible que se vio sacudido por una serie de traumáticos acontecimientos. Los efectos de tales acontecimientos en su propia biografía agravaron los conflictos íntimos que una posible escisión familiar, al menos ideológica, debieron provocarle. Él mismo ha confesado la inspiración biográfica de algunas de sus obras, en las que en ocasiones, aparece con anagramas de su propio nombre.

Los dos verdugos fue escrita en 1956, un año nefasto para Arrabal. En febrero, fue trasladado del Hospital de la Cité Universitaire, donde había ingresado enfermo de tuberculosis, al sanatorio de Bouffmont, en el distrito de Seine et Oise, y en noviembre fue operado en el Hospital Foch de Suresnes. En los primeros meses de convalecencia escribe la obra. Las reflexiones sobre su propia vida no buscaría aspectos áureos. Sus vivencias encontrarían nuevas perspectivas en el ambiente existencial que había invadido el cartier latin.

Sólo dos años después, en 1958, parece que fue escrita La primera comunión. Pero la situación personal de Arrabal ha cambiado. El peligro de su enfermedad ha pasado, aunque esté latente el riesgo de una recaída. El 29 de enero, Dido, Pequeño Teatro va a estrenar en el Bellas Artes Los hombres del triciclo, bajo la dirección de Josefina Sánchez Pedreño. Arrabal vino con billete de ida y vuelta, ya que días después iba a contraer matrimonio con Luce Moreau, la mujer que había traducido al francés su obra hasta entonces realizada y lo había puesto en contacto con Jean Marie y Geneviève Serreau a quienes había enviado Oración, la última pieza traducida. Había comenzado carrera  triunfal de Arrabal como autor dramático.

Aunque no se aprecie una relación consciente entre estas dos obras, se ha de reconocer en La primera comunión un gesto de generosidad hacia la mujer, sumergida en un determinismo del que es difícil escapar. Viene a ser una explicación, si no la justificación, de ciertas actitudes femeninas, una explicación de esa acusación, que cae sobre la mujer, de ser el principal agente del machismo y, al mismo tiempo, de fomentar una actitud conservadora a ultranza. La acción política que movió al alzamiento contra el liberalismo republicano, produjo un cierto fanatismo en amplios sectores sociales, del cual no se libraban las mujeres, aunque, apelando a la tradición más conservadora, se les asignase un limitado campo en el progreso intelectual y una responsabilidad excluyente en el funcionamiento del hogar.

El fanatismo del que hablamos es una consecuencia del adiestramiento y concienciación de muchas generaciones, hecho que se remonta a los años oscuros del Medioevo. Es una visión clara que Arrabal percibe y nos propone en  La primera comunión. Esa educación, necesaria para conservar el ambiente propicio que mantenga el círculo vicioso hereditario, conservador del status,  no es gratuita. Arrabal lo pone de manifiesto desvelando los estragos que puede causar en el subconsciente. Quiérase o no, esa verdad, que provoca intransigencia y crueldad en almas inocentes, mueven a la comprensión al enjuiciar la conducta cruel y fariseica de Francisca.

Hay en esta obra una justificación, quizá también subconsciente, de su propia madre. Y es un paso temprano hacia el oculto deseo de reconciliación que significa el monólogo teatral Carta de amor (Como un suplicio chino) (1999) que, aunque despierte amargos recuerdos, es, como dice Juan Manuel de Prada, “poesía candente y magma de palabras amasadas con el fuego de las verdades esenciales”.

Referencias bibliográficas.

DAETWYLER, Jean-Jaques (1975) Arrabal. Lausanne: L’Age d’Home.

ELIOT, T.S. (1932) Selected Essays Londres. New York, 1950.

ESSLIN, Martin (1964) El teatro del absurdo Barcelona: Seix-Barral.

GARCÍA TEMPLADO, José (1994) “La complejidad semiótica de un efímero de Arrabal”, en Aguirre, Arizmendi Ubach (eds.) Teatro siglo XX. Dtº de Filología Española III, Ftad. CC. de la Información, U.C.M.

GILLE, Bernard (1970) Arrabal. París: Seghers.

IONESCO, Eugène (1965) Notas y contranotas. Buenos Aires: Losada.

MOREAU ARRABAL, Luce (1979) “Sudor, sangre y lágrimas en el teatro de Fernando Arrabal”, en Ángel y Joan Berenguer (eds.). Fernando Arrabal. Madrid: Fundamentos.

PODOL, Peter (1978) Fernando Arrabal. Boston: Twayne Publisher.

RAYMOND-MUNDSHAN, Françoise (1972) Arrabal. París: P.U.F.

TORRES MONREAL, Francisco (1985) “Introducción”, en Fernando Arrabal, Teatro pánico. Madrid: Cátedra.

[1] Las tribus nómadas mauri de la parte occidental de Numidia, que constituyó la Mauritania Tingitana (de la capital, Tingis), fueron mercenarias de Cartago, Roma y los reyes locales. Fue incorporada por Diocleciano a la diócesis de Hispania.

[2] Aunque es el único montaje en España que recuerdo, Víctor García había dirigido el París el estreno de La comunion solemnelle, como la concibió Arrabal.

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