Capítulo 2 (continuación) Salam Aleikum

Capítulo 2 (continuación).- Los “Salam Aleikum y Aleikum Salam” se repitieron ante todos los miembros de la familia. Yo los repetía también. Nada más entrar me di cuenta real de la situación; no a qué íbamos, sino de la situación reflejada en el alma de Amín. Había una fuente de naranjas a la entrada, Amín las veía “como ascuas que muestran sus vivos colores en las ramas de sus árboles, como mejillas encendidas entre las verdes hojas”; pero al revés que Ben Sara de Santarém, Amín, como yo mismo, olvidamos las naranjas y sólo veíamos las mejillas encendidas de una jovencita que, con su velo, que dejaba apenas fuera el mechón de la frente, tímidamente nos sonrió.


Fuente Foto: www.pinterest.es

Aquellas mejillas parecían “lágrimas coloreadas de rojo por el amor”. Comprendí que algo se interponía entre ellos, aunque parecían hechos la una para el otro… y recíprocamente. Cuando el dueño, supongo que el padre, apartó a Amín para hablarle, él entornaba los ojos porque no podía apartar la vista de la chica y pretendía que no se notara. No sé si se enteró mucho de lo que le decía. No me interesaban sus cosas, así que no atendía a su contenido; aunque me habría dado igual porque no comprendía una palabra de su chapurreo, la aberración de una lengua sin vocales. Como Jahfar también Amín hablaba español; aunque era más joven también había ido a la escuela durante el protectorado. Me pareció que se sentía sobre una ola de algodón en rama; no llegaba a apoyar los pies sobre el fondo real de la vida. Estaba a miles de estrellas en su levitación. Algo me decían las mujeres de la casa y yo esbozaba una atontada sonrisa de ignorante, hasta que una de ellas me tradujo al francés:

–  Voulez vous un peu de te?

–   Oh! oui, merci bien.

Recordaba que en la medina de Tánger rechacé con una amable sonrisa y una leve negación de cabeza una taza de té de un vendedor ambulante que, antes de ofrecérmela, apartó con un gesto de su mano las moscas que cubrían el pote que lo contenía. Esta vez me tomé el té y las riquísimas pastas de almendra que con él me ofrecieron. Me parecía curar así el desaire que muchos años antes hice a aquel tetero (o como se llamen) de Tánger. Amín apenas hablaba, seguía en esa resbaladiza navegación en que un hombre pone en tela de juicio la necesidad visceral del amor de una mujer, si no es correspondido o alguna otra contrariedad la aleja. La expresión de su rostro era clara: prefería la muerte. Me he metido en un berenjenal de psicología aplicada leyendo el rostro de un recién conocido. Como siempre me volvieron las indecisiones. Que estaba enamorado de la chica no me cabía la menor duda e inversamente proporcional se le notaba a ella el amor. Ya sabes, las miradas furtivas con sonrisa oculta, los últimos secretillos o apreciaciones que las amigas le dicen al oído, los reprimidos deseos de romper la compostura, los nervios que provocan pequeños accidentes domésticos como volcar la sal, sin saber si lo había escrito así Alá en el libro del destino, sobre todo por las consecuencias de las veleidades de la fortuna. Y para qué seguir. Todas esas cosas eran para mí más claras que la luz (luce sum clariora nobis tua consilia omnia), sólo que a mí no me habían dado ningún consejo. Estaba deseando que saliéramos de allí para contrastar mis apreciaciones con la realidad. Ese era el problema, Amín luchaba en su interior contra graves circunstancias, pero le dolía en el alma abandonar aquel techo que cobijaba los ojos que él anhelaba.


             Fuente Foto: www.pinterest.es/pin

Prefería guardar su desesperación y pasar la mirada sobre los pétalos de las flores que ella miraba cada mañana en su jardín, pasar una suave caricia de su mano por su pelo oculto y verla esbozar esa sonrisa que lo había cautivado. No importaba que no tuvieran jardín, ni si la sonrisa era sólo una mueca indefinida, ni que el velo ocultara una despeluchada peluca. Sólo lo que se siente es verdad.

–   No entiendo la cara de circunstancias que tenías en tu larga, larguísima discusión. La chica es guapísima y está loca por ti y a ti se te ve colado hasta los huesos. Todo debería ser tan fácil como fijar la fecha de la boda y se acabó.

–     No hemos hablado de boda.

–     Pues era lo único que procedía y faltaba.

–     No hemos hablado de Sheila, ¿comprendes?

–     ¿Entonces para qué te ha llamado?

–     Son problemas sociales, de la comunidad.

–     Pues, chico, estando en el aire tu felicidad, eso es una pérdida de tiempo.

–     Eso sí es así. Mi felicidad está en el aire- sentenció.

–   Pues aparta todo lo que retrase o impida tu objetivo, olvídate de los formalismos sociales y en última instancia, un rapto romántico.

–     ¿Qué sabes tú?

No era una pregunta retórica para echarme en cara mi ignorancia de las circunstancias sino una pregunta indagatoria de lo que conocía de tales circunstancias. No sabía nada. Sólo era una captación intelectual de los hechos que como siempre desvirtuaban la realidad. Para mí todo se reducía a chico quiere a chica y chica quiere a chico. Si no hay problemas económicos y ambos son solteros, no encontraba ningún otro problema. Amín era reservado; yo lo veía perdido en su soledad, como si necesitara a alguien que juzgara con él su posición, aunque no aceptara la orientación ofrecida por muy consecuente que fuera. Me dio la impresión de que quería abrir su corazón, como si necesitara hablar. No quería agobiarlo, pero estaba tan metido en el asunto que la curiosidad me aguijoneaba. Pensé darle margen para saber si su necesidad de hablar le era imperiosa, pero también pensé que introducir temas aleatorios, que maldita la gracia que nos iban a hacer, era una estupidez. Así que sin soltar nuestro tema comencé a darle largas cambiadas.

–     Bueno, quizá yo adelanto acontecimientos, porque he visto cómo mirabais y he deducido los hechos. Pero no os he visto intercambiar una sola palabra que no fuera el “Salam Aleiqum” o ese “Llenáis de luz esta casa”. ¿Habéis hablado alguna vez de lo que sentís? Lo digo porque es algo que no me has rebatido.

–     Sí.

–     ¿Sólo sí?

–     Sí hemos hablado. La seguí varios días que la encontré con sus hermanas en el hiper y aproveché una ocasión, mala ocasión, para entablar conversación con ella. Nos habíamos mirado tanto que sus hermanas lo notaron, pero las miradas fueron tan claras que no nos parecía que fuera la primera vez que nos hablábamos. No contestó a mi pregunta; no podía o no quería hablar allí. Me indicó dónde iba a estar a la mañana siguiente y que volvería paseando por el parque del lago.


             Fuente Foto: www.abritel.fr./location-vacances

–     ¡Ah! Bueno, si te citó…

–     No fue exactamente una cita sino su forma de no ser grosera ni dejarme con la palabra en la boca. Pero nuestro casi fortuito encuentro fue tan hermoso que no pensaba en otra cosa que conseguir un fortuito encuentro diario que me proporcionaba saber su itinerario de regreso a casa. Hubo un día que ni siquiera comí esperándola bajo la lluvia. Como era lógico, ese día regresó en autobús. Los días de lluvia me seguían produciendo un desolador vacío que inundaba la tristeza.

–     Esa tristeza te sigue agobiando. Te chorrea por los ojos, te desborda los oídos y reblandece la fortaleza de tus manos, cuando deberías estar exultante, feliz.

–    Se me vuelve a notar porque la he visto.

–     ¿Quieres decir que hace tiempo que no os veis ni cambiáis un saludo?

–     Exactamente. Desde el día que llegaste. Te pido perdón porque creo que fui descortés contigo y por tanto también con Jahfar. Creí que todo había terminado y no podía controlar mi humor.

–   No tengo nada que perdonarte. Después de todo yo era un perfecto desconocido.

–     Pero venías con Jahfar a quien yo debo muchísimo. Sin él no habría podido salir de Marruecos.

–     ¿Bueno, pero explícame que fue lo que pasó para que rompierais?

–     Lo que tenía que pasar. La claridad que las hojas de los árboles dejaban pasar hacía radiante su rostro, sus ojos me hablaban abriéndome el corazón. El caos del amor hizo que todo me diera vueltas. Alguien dijo que era necesario el caos del amor para poner una estrella en la tierra. Y allí estaba la mía. No pude evitar besarla y pedirle que fuéramos novios, que nos casáramos y que viviéramos juntos el resto de nuestras vidas.

–     ¿Y por eso rompisteis?

–     Fue el detonante que destrozó mi vida.

–     A mí me parece el detonante que ha de elevar al infinito vuestra felicidad.

–     Así debía ser, así lo sentía yo.

–     ¿Y ella no?

–     Me dijo que mis palabras la habían elevado a la felicidad plena. Era un instante que siempre recordaría, recurriría a él cuando estuviera triste, cuando estuviera alegre o cuando estuviera en peligro, para afrontarlo con la serenidad que te da ser consciente de haber vivido ya el instante más feliz que podías alcanzar en tu vida.

–     Pues yo sigo sin alcanzar las causas de vuestra ruptura.

–     Me miró fijamente a los ojos y con una voz destrozada que apenas podía articular palabra dijo: “estoy comprometida desde los ocho años”.

–     Los compromisos se rompen y ya está.

–     Eso le dije yo, pero agachando la cabeza añadió, es el honor de mi padre. Nos habíamos comportado como occidentales. Yo alegaba que estábamos en el siglo XXI y esas promesas de los padres son sólo un residuo lacerante de la esclavitud. Estábamos en Francia, el país de la Revolución más importante de la Historia, que dio al mundo los pilares de una nueva sociedad: libertad, igualdad y fraternidad. Todo fue inútil, evocó a Alá, volvió a mirarme con los ojos henchidos de lágrimas y con una voz tan dulce que sonará en mi oído mientras viva, terminó: “te aseguro que este es para mí el día más feliz y más desdichado de mi existencia”. No pude contestar; tenía un nudo en la garganta y no tenía palabras. Quedé paralizado, noté el suave roce de sus labios en los míos y la vi alejarse entre los sauces, mirando al suelo y secándose los ojos con el shador. No sé el tiempo que estuve sin reaccionar, pero cuando lo hice di un bramido de furor por no haberla aprisionado cuando noté sus labios.

Antes de contestarle, de aconsejarle, aunque él era bastante consciente y maduro para valorar la situación, quise valorar yo sus posibilidades. Tenía el Bachillerato pero también sabía lo que la idea de Alá era para Sheila, aunque no le preocupara tanto lo de la tortura del mármol ardiente del Infierno; pesaba más la tradición y una concepción absurda de la familia. Era como un callejón sin salida porque este entorno era como el entorno del zoco de Marrakech aquí transplantado y si rompemos la tradición de forma abrupta siempre pesará como una carga de infelicidad sobre sus vidas, una carga de la que no podrán escapar. Lo siento por Amín pero no tiene más solución que arrostrar el peligro u olvidarla. Ahora puedo traducir lo que me contestó ayer cuando le pregunté si había mucha gente en el mercadillo de la Allée du Moulin à Vent (la Alameda del Molino de Viento) por el que él acababa de pasar. Dudó unos instantes antes de decir “No, no hay nadie”. Cuando yo llegué, entre cinco y diez minutos después, tuve que dar codazos franceses, con su posterior “pardón” para poder avanzar unos pasos. Estaba claro que lo que quiso decir era “No, no estaba Sheila”. Cuando uno está así de perjudicado es como los niños, tiene una visión frontal exclusiva (hago excepción de los espías profesionales).

–   Amín, no te queda más que el rapto romántico.

–   Eso no es posible tal y como están las cosas.

–   ¿Cómo están las cosas?

–   No sé si debo contártelo porque no eres musulmán y no lo entenderías.

–   Prueba. Estoy viviendo aquí y tu entorno es mi entorno y aunque no viví la Edad Media, estudiar historia me ha hecho conocer el Islam en España, con las matizaciones de sus luchas internas, no siempre por convicciones religiosas, sino por el poder. Los que supieron manipular los principios del Corán a su favor se hicieron dueños, como los almohades o Almanzor.

–   Ya he visto que tienes una amplia cultura y que el Islam no es nada raro para ti; pero mis hermanos en Alá han implantado las costumbres con fuerza de credo religioso y recurren a Alá y al libro escrito para sostenerlas con las mismas estrictas condiciones de siempre. En el núcleo fuerte de nuestra sociedad el mundo no ha progresado en el sentido que vosotros dais al progreso y que yo comparto. Nuestros imanes dicen que el mundo occidental ha degenerado y se ha prostituido. Para ellos luchar contra la descomposición moral es un imperativo que no quieren, no pueden o no saben eludir. Hay quien dice que sin los eternos principios no merece la pena vivir.

–   No me digas que piensan en el suicidio. Yo creo que más bien piensan en suicidar a los transgresores.

–   Más o menos. El problema es que el pueblo ha asumido una moral y unas normas de vida insostenibles hoy, normas que favorecen el fanatismo por encima del valor científico. El principio que la mayoría de los pueblos cristianos asumen, el estado aconfesional, parece imposible en el Islam.

–   Ahí está el quid. La intolerancia es el arma de la tiranía. Pensar que la libertad es un mal intolerable y condenado, que las creencias que no asumen tu credo son una ponzoña que hay que extirpar, llevarán siempre a dar posibilidades a la injusticia. Reprimir los sentimientos es una convicción que necesita la fuerza para imponerse y eso aquí es ilegal. En tu caso, si Sheila no tiene aún dieciocho años su padre tiene la patria potestad y vuestra huida puede ser considerada un rapto perseguible y si os localizan la policía puede restituir la chica a su padre. No sé cómo está la cosa en Francia, pero en España hay una solución: que la chica tome estado.

–   ¿Tome qué?

–   Que se case.

–   ¡Ah! No sé por qué he pensado que estuviera embarazada o quisiera quedarse tal. De todas formas, hay matrimonios que ningún imán accedería a realizar.

–   Casaos por lo civil.

–   Ni siquiera así se podría saltarse nadie el matrimonio islámico; en esta sociedad, la ley no escrita, la saría sigue pesando demasiado.

–   En la sociedad francesa sí.

–   Me refiero a la sociedad que rige este gueto.

–   Prueba.

–   Imposible después de lo que aquí ha sucedido. Es la razón por la que fui a hablar con Hammad, el padre de Sheila.

–   ¿Qué es lo que sucedió?

–   Lo que tiene que suceder cuando se implanta un nutrido grupo de una civilización arraigada en medio de una civilización en permanente evolución que pretende desarraigar los principios morales y los deja exclusivamente para la religión.

–   Eso ya lo sabía, pero no el hecho concreto que ha enfrentado los principios.

– Un caso similar al nuestro. Acuerdo de matrimonio entre padres sin el consentimiento de los hijos, como es de rigor. Bueno, de cabezas de familia que evidentemente no hicieron la adecuada selección. Ella se enamoró de otro joven más acorde a su edad. Querían fugarse casados, pero el imán no lo consintió si no era el padre quien la entregaba. En Agadir, de donde procedían sus familias, ni se les habría ocurrido intentarlo. Le propuso a la chica escapar de todas formas, pero ella, enfadándose, le dijo que no era una odalisca y se iba sólo con su marido. Él encontró el peor recurso, hacerse cristianos. El matrimonio civil ni le pasó por la cabeza. Y eso que nacieron aquí, son franceses.

–   ¿Y por eso hay esta zozobra?

–   Ésa fue sólo la causa de la tragedia. El imán lo expuso ante el Dîwan (el Consejo) como una aberración producto de la influencia maligna de estos desalmados occidentales. Llegó a oídos del que iba a ser futuro marido y asesinó al enamorado.

–   Eso sí que es aberración. Llegar al asesinato por un intento frustrado de fuga. ¡Estará en la cárcel el asesino!, supongo.

–   Esa fue la grave cuestión. No hubo unanimidad en la solución, aunque todos condenaron el hecho. El imán puso de relieve el grave delito de la inducción a la herejía y el problema jurídico que plantearía la defensa de los principios sagrados. Yo no formaba parte del Dîwan, estaba en la mezquita por casualidad, pero intervine y defendí la necesidad de denunciar el crimen a la policía; ocultarlo suponía cometer un nuevo delito. Hammad, que formaba parte del Consejo me pidió calma y que esperáramos la decisión del Consejo. Me abstuve a pesar de mi amenaza, porque me lo pedía el padre de la mujer que amaba.

–   ¿Entonces, ha quedado impune el crimen?

– Totalmente. Hammad me invitó a su casa para comunicarme la decisión del Diwan y que la denuncia estaba en marcha. Me liberaba del compromiso de no precipitarme en denunciar. Mi denuncia ni siquiera sé si habría sido admitida, porque se basaba en suposiciones.

–   ¡Hombre, tanto como suposiciones!…

–   Tú me dirás. No conocía nombres ni domicilios, ni el lugar del crimen…

–   No sigas, de acuerdo, de acuerdo.

–   Además, el homicida no estaba ya en Francia, se había unido a la yihad. Era lo que me quería contar Hammad.

La situación me dejó pensativo. Llevaba dos días cotejando la similitud que aquel problema tenía con el caso Calas que tuvo Toulouse como escenario. Volvía en el bus que había tomado en le Quai de la Douanne que bordea la Place de la Bours (la plaza de la Bolsa), ese arco maravilloso que se integra en lo que los bordeleses llaman “el Espejo de las Aguas”, cerca del Ayuntamiento, antiguo Palais Rohan y de donde está el órgano administrativo central de Alcan.


    Fuente Foto: https//www.dreamstime.com/burdeos-turismo-es

Mi pensamiento se desvió cuando vi que subía una rubia guapísima, con un estilo que no pegaba en Le Lac. Tanto es así que el cobrador, preguntó incrédulo:

–   ¿Le Lac?

–   Oui, Le Lac.

Cuando llegamos a mi parada, la estación de Le Lac, la joven se disponía a bajar. Al asomar la cabeza y ver la plaza cuajada de mujeres con shador y alguna con burka, se le desorbitaron los ojos y dio media vuelta. Preguntó al conductor:

–   Pardon, ¿où est l’hotel Bordeaux Lac?

–   Ah, bon! Vous devrais avoir prenné le bus en direction contraire. Nous retournons tout de suite.

Me iba a ofrecer para acompañarla porque me pareció española, pero si el conductor le iba a servir de guía, me evitaba tener que indagar con todas las precauciones si sabía algo de la Compañía y sacarle sin levantar sospechas el motivo de su estancia en Burdeos. Había quedado con Amín, pero me daba tiempo. Mejor así. Yo ya había acabado el té cuando llegó al cafetín en el que íbamos a encontrarnos.

–   ¿Qué era lo que me querías contar?

–   Que hubo un hecho similar al ocurrido, que se produjo en Toulouse hace muchos años, antes de la Revolución.

–   ¿Qué caso era ese?

–   El de la familia Calas. Tuvo una gran trascendencia y se exhibió como causa para modificar las leyes.

–   ¿También un caso de celos?

–   No. Fue un suicidio, pero interpretado como asesinato.

–   Pues no veo la semejanza.

– La semejanza estriba en la socialización de la intolerancia; causa de los tremendos males que el suceso acarreó. Se vio involucrado un joven comerciante de aquí, Gaubert Lavaysse, amigo de la familia Calas. Debía viajar a Ginebra y desgraciadamente decidió pasar la primera noche del viaje en Toulouse para visitar a su padre que ejercía de abogado en esa ciudad. Él vivía y tenía su negocio en la rue Sainte Catherine del viejo Burdeos.

Aquella conversación nos llevó a enfocarlo todo correctamente. Observamos que la intolerancia llevaba los problemas a su punto álgido y daba un muestrario preciso del arraigo de las civilizaciones. En cuanto a las conciencias, debemos reconocer las culpas, no ocultarlas, pero si no hay reciprocidad y sólo uno confiesa puede ser crucificado con razón, aunque su razón sea justa. Por eso no podemos fiarnos de la serenidad de algunos cuya moderación únicamente afecta al gesto y la palabra y deja intactas sus intenciones. Es una muestra perversa del ser civilizado, sobre todo si puede delegar en sicarios para concluir su designio. Tenía razón Voltaire, la civilización no erradica la barbarie, sólo la perfecciona.

Volver a Última Novela