Capítulo 4 (continuación)

Sin correr, pero con casi la misma celeridad, retomamos la ruta primigenia. Nuestros temores crecían como las galaxias sueltas, a velocidad de años luz. Sé que soy un poco exagerado, pero bueno; más o menos. La serenidad que observamos en la esplendorosa aureola luminosa de los hoteles se nos vino abajo con el salto que la policía nos obligó a dar si renunciábamos al suicidio voluntario que suponía permanecer inmóviles en la trayectoria que trazaban sus coches, sin que sirviera de excusa que claxon y sirenas comenzaran su explosiva advertencia cuando ya estaban en nuestras narices. Corrimos detrás, yo insultándolos, Amín callado, pero con una mirada que yo creo más ofensiva que mis “Hijos de puta”. Nos detuvimos porque aquella carrera de dos mil metros libres era insoportable para nosotros y más con lo maltrecho que deja una alarma inesperada. Andábamos con ansia, a correntillas (correndillas para la Academia) intermitentes y aceleraciones en las que nos inclinábamos hacia delante con la intención de alcanzar un gran resultado en la foto finish. Esto es sólo un punto de vista, porque cuando miraba a Amín comprendía a Mari Lola, me entraban ganas de preguntarle lo que ella tiene la manía de preguntarme a mí cuando me ve marchar de esta guisa:

–   ¿Por qué te gusta andar como Groucho Marx?

Habíamos llegado a un punto en el que la preocupación nos alentaba a continuar la marcha forzada. Iba en aumento esa preocupación. Nos adelantaban más y más unidades de la policía que atronaban con sus alarmas el dulce sueño de los bordeleses. Aquellos cantos de sirena atrajeron a más policías, pero también a otros marineros dispuestos a gozar del sacrificio y a unos miles más de mortales inadvertidos (léase indignados). El zafarrancho de combate era inevitable; lo supimos al darnos cuenta de que la destellante serpiente de luces intermitentes blancas y rojas no se dirigía al nudo de hoteles; bordeaba el lago hacia Le Lac. Cuando pasamos Alcan nos fijamos en el retén que la policía había dejado. Estaba claro que el río revuelto de la protesta amenazaba con afectar a los comercios, saqueados por los duros protestones lacrimógenos. Son los que se lamentan de las pérdidas que les supone no tener más manos que una Shiva fortachona.

  
Foto: www.ideologíadelmundo.com/dioses/

Sin ellas no pueden cargar con tres televisores de 56’’, los treinta y seis ordenadores de la exposición, los cinco “condicionate air” insonorizados y dos cajas de rolex de los que no venden los chinos ni los manteros ambulantes. Necesitaban esas manos para colaborar mejor a favor de la justicia social, que empieza por uno mismo. Le Lac era un hervidero, gritos de protesta contra los políticos, los bancos, los comercios de lujo y los rústicos; y también contra los subsaharianos, los orientales, los fascistas, los infieles, los fieles, los jubilados y los mediopensionistas. Se notaban improvisadas las pancartas; una crítica pedestre sin ingenio pero con mala leche. Les importaba más quemar contenedores, coches y si era posible casas. La policía llegó a verse desbordada por su pasividad, hasta que el pinganillo del jefe de los antidisturbios recibió la orden. Se emplearon a fondo. Una primera fila con escudos protectores transparentes avanzaron contra gritos e improperios mal sonantes, como si las porras fueran la Real Academia de la Lengua que “pule, fija y da esplendor”. El trepidar de los escudos bajo la lluvia de guijarros, botes, botellas, y adoquines hacía parpadear a los impertérritos antidisturbios. Alguien entre los indignantes/indignados debió de dar la orden de alzada  del ángulo de los morteros humanos y un buen número de la munición arrojada se saltó la invulnerable pared transparente y cayó como lluvia mortífera sobre los cascos y espaldas del grueso de la tropa. Afortunadamente los lanzadores de peso perdieron la prueba de aquella virtual y ridícula olimpiada, porque los adoquines no subieron lo bastante ni alcanzaron la cota; ni siquiera aplastaron los pies de los de la primera fila. La formación aceleró el paso al ver arder el primer coche y como por ensalmo comenzaron a aparecer indignados/indignantes con cascos de motorista, barras y cadenas antirrobo. El choque iba a ganar grandeza y espectacularidad. Nos dimos cuenta enseguida del movimiento de las fuerzas y Amín me dijo:

–   Por favor vete al aparthotel y llama a las puertas a ver si conseguimos que ventanas y contraventanas estén cerradas por si la agitación se desplaza hacia allá. Yo voy a intentar llegar a casa de Hammad.

–   ¿Estás loco? Tendrás que pasar entre la turba.

–   Quiero estar seguro de que la casa de Sheila tiene puertas y ventanas cerradas y que preparan agua en abundancia por si funcionan los cócteles molotov.

–   ¿Van a tirar contra sus propias huestes? No lo creo.

–   Todos los miembros del Diwan están amenazados y el peligro sobre Sheila no es sólo producto de mi imaginación. Te contaré.

–   Vale.

Mi camino parecía expedito, así que tras unos pocos pasos volví la cabeza. Amín se había incrustado entre los manifestantes fingiendo su indignación, aunque el motivo fuera diferente. Eran tantos los que blandían los brazos pidiendo guerra que sus enérgicos aspavientos se ahogaban en aquel mar de camisetas sudadas, con una diversidad de iconos publicitarios, colores y formas que parecía un paripé de desfile de moda; no faltaba ni el camello nadador de Qatar. Esa danza macabra se había creado para destruir el soporte de su razón, la sociedad del bienestar. Desgraciadamente para Amín su paso estaba impracticable, soportaba la mayor concentración de entusiastas callejeros que parecían querer lograr su calificación de líder. Amín seguía con su nariz y ojos intactos gracias a su altura; su cabeza sobresalía, podía observar a la vanguardia fanfarronear ante la policía y a los futuros líderes derrochar energía para lograr que esos valientes entusiastas intentaran romper las filas policiales. Algunos lograban evadirse para reconocer el entorno, por aquello de ver si era más lucrativo el saqueo que la reivindicación sindical. Táctica y estrategia complementándose. Por fin la fuerza de choque que se había detenido con sus escudos y porras en ristre inició de nuevo el avance. La respuesta indignada no se hizo esperar, los cadeneros y barristas atacaron violentamente, por sorpresa y a la vez; los escudos se resintieron y alguno que otro estalló al impacto. Como una táctica acordada sin soltar cadenas y barras retrocedieron velozmente, pero no lo bastante porque varios cayeron al impacto de las balas de goma. Como un contraataque estudiado algunos escudos se abrieron para que los mosqueteros abatieran a los que huían, antes de fundirse en la masa. Comenzaron a arder varios contenedores y la lluvia de piedras regresó con el estruendo de los botes de humo.

Fui perdiendo la silueta de Amín que se debatía para alcanzar la casa de su amor. Por encima de las cabezas lo vi alargar el brazo que me pareció buscar la mano también alargada de Sheila, pero los malos humos de la policía y peores de los neumáticos quemados competían con las llamas de los contenedores y los cócteles molotov; ya era imposible divisarlos. Seguí mi camino con la cabeza vuelta, intuyendo, aunque sin ver, la unión de mis amigos en aquel Infierno de los Enamorados.

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